Hoy compré una plantita de zempazuchitl. Iba a adquirirla el fin de semana en el tianguis del centro de Iztapalapa, a donde suelo ir con Janito a armarme de calaveritas de azúcar, papel picado y ese tipo de materiales para la ofrenda de día de muertos.

Pero por azares del destino (léase: llanta ponchada), pude escaparme al mercado de plantas de Cuemanco en horas laborales.

Sí, me ponché otra vez. Ya hasta me da risa: fue la mismita llanta de la pluma. Cuando me dí cuenta iba de regreso a la chamba sobre periférico y alcancé a salirme en el estacionamiento del mercado, lejos del tráfico, de las mentadas de madre y de los chiflidos de taxistas. Así, inicié con la letanía del cambio de llanta, al menos para hacer tiempo en lo que llegaba mi mecánico a echarme la mano para poder llevarse mi llanta a la vulcanizadora.

Pero el sol de medio día y mi creciente hambre me obligaron a abandonar rápidamente mi tarea, y me escapé según yo a buscar algo de comer. Regresé a mi coche con una nada comestible maceta con zempazuchitl.

Ni px. A todo el mundo le pasa, pero a mí a veces me pasa demasiado seguido. Esta vez mi llanta contenía una pija y un pedazo de alambre. Quizá mi saladez acabe cuando finalmente me deshaga de esa llanta.

Quizá no.

Quizá todo es culpa del padrecito ponchallantas (más te vale que no, mentado pelón amargado!)

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